Más sobre cegueras

viernes, noviembre 11, 2005

Hace seiscientos años – quizás alguno mas - un hombre que cubría su cabeza con un yelmo en forma de cúpula turquesa descendió a las entrañas del monasterio para descubrir el significado de la palabra oscuridad. Se trata de una construcción sencilla levantada a pocos kilómetros de la Ciudad, al cobijo de una gran roca negra a cuyos pies se extiende un gran lago negro. Sus líneas son robustas, sólidas y bien proporcionadas. Desde el exterior se diferencian sin dificultad la nave y los brazos cortos del crucero y el presbiterio que culminan en la cúpula. En el interior las tres naves y los brazos del crucero se elevan altísimos hasta las oscuras bóvedas enterradas entre muros ingentes. Sin ventanas, sin respiraderos, la luz del exterior que se filtra a través de las hendiduras de las cúpulas resulta sólo una intuición, una lejana promesa que no alcanza a tranquilizar en medio de la noche: la luz llegará con el día siguiente. Porque no se trata de penumbra como la palpada en los calabozos de las fortalezas que arrasó en otros tiempos. Es la oscuridad más negra. Y tiene que detenerse unos minutos, junto al trono, hasta que sus sentidos se adapten al lugar. Pero la espera resulta inútil. Y se pregunta qué impulsa a los infelices constructores de aquel lugar a buscar a Dios en madrigueras excavadas en la roca. Valiéndose de las manos atraviesa una puerta pequeña por la que accede a un lugar más pequeño y más oscuro donde encuentra una gran caja de mármol blanco. En la cabecera del sarcófago, sobre la pared, hay cuatro frescos con retratos de, supone, cuatro guerreros. Los imagina imponentes, dotados de la misma voluntad que los guerreros que yacen muertos en el campo de batalla donde las amapolas crecen rojas como en ningún otro sitio. No alcanza a descubrir sus caras ni las ropas con que han sido retratados por el pintor, lo que no deja de ser un alivio para un hombre al que está prohibido admirar la representación de otros hombres. Pero siente pavor al descubrirse contemplado por los cuatro pares de ojos de los cuatro frescos. Y allí, ciego en la oscuridad más negra de la cripta, cree perder la cordura. Incapaz de enfrentarse a la silenciosa superioridad de quienes están dotados de la capacidad de mirar y ver en la oscuridad, extrae una daga de entre los pliegues de su camisa y se abalanza sobre las imágenes, apuñalando sin piedad los ojos de los guerreros. Lleno de rabia, enloquecido por su momentánea ceguera, encuentra como única respuesta reducir a su misma miserable condición a aquellos todopoderosos rostros.







Y sin embargo el hombre que bajó a la cripta para descubrir el significado de la palabra oscuridad no solo experimentó pavor. Quizás en un primer instante, aterrorizado en la negritud del monasterio-mausoleo, su reacción fue la del lobo que, después de sembrar el pánico y la destrucción en el rebaño, siente sus pasos espiados y se revuelve contra perseguidores imaginarios. Todos hemos experimentado remordimientos en alguna ocasión y el hombre que bajó a la cripta no es excepcional. Al menos ante aquello que no puede someter a su voluntad. Pero los remordimientos duran un instante. Luego se desvanecen y quedan atrás. Por eso su miedo inicial da paso a la ira de quien se sabe señor indiscutido de vidas y haciendas: ha vencido en la batalla de la llanura de las amapolas, es dueño de las tierras y valles que se extiende hasta el horizonte y no resta nadie que se atreva a empuñar una espada y desafíe su dominio. Pero en la cripta, sobre las paredes ahumadas por los cirios, erguidas como llamas en la oscuridad, quedan las miradas desafiantes de seres inmortales porque ya no existen. Y el pavor inicial del hombre que bajó a la cripta se transforma en resentimiento. Y el resentimiento engendra la venganza brutal que se ceba en la voluntad no quebrada que emana de aquellos frescos. Y les arranca los ojos. Las mutilaciones son un castigo habitual entre los suyos y se hará habitual aquí, en la Ciudad, a medida que el hombre que bajó a la cripta avanza por las tierras que se extienden desde la llanura de las amapolas.