Pero no hay nadie

miércoles, agosto 31, 2005

En un esfuerzo tan vano como insano pretendía haber hecho de la tristeza su particular forma de adaptación. Convencido de la inutilidad de la angustia pero incapaz de escapar al sufrimiento, se abandona de los demás y renuncia. Y se encoge, desvalido, en una mirada apenas intentada. Sus facciones se vuelven tan yermas como un inmenso páramo cubierto por una nevada que no cubre sino que desnuda, revelando solo unos escasos momentos grabados con firmeza. Todo lo demás se ha borrado. Ha desaparecido. Enciende otro cigarrillo pero apenas fuma. Tiene la boca demasiado seca y le duelen los ojos. Se limita a contemplar su desaparición en humo. ¿Dejarse morir? interrumpe una voz secreta que se repite en el silencio creciente. Se sabe solo pero no se acongoja. Ni tan siquiera intenta juzgar la falta de tacto de la pregunta. En realidad siente alivio. Le sorprende, sin embargo, la forma pasiva empleada en la invitación: dejarse morir. Un reflejo inconsciente, excusa. La muerte se aparece a veces como un atajo. Su propia noción cristiana de muerte como liberación, como ascensión ingrávida asociada a la idea del perdón, del abrazo generoso de un Dios que conoce de sufrimiento y culpa. Pero reconoce también que el don de la levedad solo puede ser otorgado, concedido por alguien que no es él. Surge un rostro. Vuelve desde muy lejos. Regresa de algún lugar. Es solo un recuerdo. Un infame dolor sin fin se apodera de su alma. De nuevo ha llegado al final de un camino que termina sin previo aviso, privando al viajero de refugio en medio del páramo nevado. Su mirada quiere recobrar por un instante el brillo de quien se sabe vivo. Se revuelve. Y las manos, los brazos y las piernas recuperan peso. Necesita confesarse. Compartir su particular búsqueda de la fuente de la melancolía. Lleva demasiado tiempo regodeándose en ideas negras. Se sentirá menos solo. Aunque sea durante unos segundos. Mueve los ojos en todas direcciones. Gira sobre sí mismo, una vez. Y otra. Y otra vez mas.
No hay nadie.
Solo el silencio frío que le azota el rostro.
Espera. Sin abatimiento pero sin esperanza. Durante mucho tiempo. Ya no hay prisa. Sabe que nada le queda por hacer. Recostado en el suelo, el frío le hace replegarse sobre sí mismo. Como un feto que espera. Aún está consciente pero deja de sentir los pies. No es capaz de saber si se mueven o si es en su recuerdo donde se mueven. Cree haber imaginado el final de otro modo pero ahora, sin embargo, le cuesta tanto pensar... Como un fuego, sí, el final era un fuego purificador que aniquila la memoria. Luego la sangre deja de fluir por las piernas. Hace tanto frío en aquella nieve tan blanca. Sus brazos... Cierra los ojos. Le silba una voz, de mujer.
Pero no hay nadie.
Se duerme.