Todos están muertos

martes, octubre 14, 2008

"A Nikolái Kazimírovich Barbé, jefe de brigada y compañero –me ayudó a sacar una gran piedra de una estrecha galería-, lo fusilaron porque la brigada de Barbé no cumplió el plan que se le había encomendado; lo denunció en su informe el joven jefe de la zona, el joven comunista Arm. Arm fue condecorado en 1938 y más tarde se convirtió en jefe de la mina y jefe de la dirección; gran carrera la de Arm. Nikolái Kazimírovich Barbé guardaba como oro en paño una cosa: una bufanda de pelo de camello, una bufanda azul, larga y caliente, de auténtica lana. Se la robaron en el baño los ladrones; se la llevaron sin más; en cuanto Barbé se dio la vuelta, la bufanda se esfumó. Al día siguiente a Barbé se le congelaron las mejillas. Se las heló a fondo; las úlceras seguían ahí después de muerto…

Murió Ioska Riutin. Trabajaba de pareja conmigo, y eso que los demás trabajadores no me querían de pareja. En cambio Ioska sí quiso. Era mucho más fuerte y más hábil que yo. Pero Ioska comprendía muy bien a qué nos había traído allí. Y no se enfadaba conmigo porque yo trabajara mal. Al final el inspector mayor –así llamaban a los cargos superiores de la mina en el año 37, igual que en los tiempos de zar-, me impuso una “norma individual”. Sobre qué es eso, lo cuento aparte. Y Ioska se puso a trabajar con otra pareja. Pero estábamos juntos en el barracón, y me desperté enseguida ante el golpe de alguien envuelto en una piel que olía a oveja; este alguien dándome la espalda en el estrecho pasillo entre las literas, trataba de despertar a mi vecino:
- ¿Riutin? Vístete.
Y Riutin comenzó a vestirse con prisas; el hombre que olía a oveja se puso a rebuscar entre sus escasas pertenencias. Entre ellas apareció un juego de ajedrez, y el hombre de las pieles lo apartó.
- Eso es mío –dijo presuroso Riutin-. Es mi propiedad. Me ha costado mi dinero.
- ¿Y qué? –dijo la piel de oveja.
- Deje eso. La piel de oveja lanzó una carcajada. Y cuando se cansó de reír se frotó la cara con la manga de cuero y pronunción:
- Ya no te hará falta…

Murió Dmitri Nikoláyevich Orlov, ex secretario de Kírov. Con él cortamos leña en el turno de noche en la mina y, como disponíamos de una sierra, trabajábamos de día en el horno de pan. Me acuerdo bien de cómo nos examinó con su mirada crítica el encargado del almacén cuando nos entregó la sierra, una simple sierra de dos mangos.
- Vamos a ver, viejo –dijo el del almacén de los instrumentos. A todos nos llamaban viejos entonces y no veinte años después-. ¿Puedes afilar una sierra?
- Claro –dijo Orlov al instante-. ¿Tienes una traba?
- La rectificas con un hacha –dijo el del almacén tomándonos por gente enterada y no por uno de esos intelectuales.
Orlov avanzaba por el sendero, encorvado, con las manos en las mangas. Llevaba la sierra bajo el brazo.
- Oiga, Dmitri Nikoláyevich –me dirigí a él tras alcanzarlo dando saltos-. Pero si yo no sé. Nunca he afilado una sierra.
Orlov se dio la vuelta hacia mí, clavó la sierra en la nieve y se puso las manoplas.
- Yo creo, en cambio –empezó a decir en un tono aleccionador -, que cualquier persona con formación superior está obligado a saber afilar y arreglar una sierra.
Estuve de acuerdo.

Murió el economista Sesión Alekséyevich Sheinin, un buen hombre. Durante mucho tiempo no logró comprender lo que estaban haciendo con nosotros, pero al final lo entendió y se puso a esperar tranquilamente la muerte. Valor no le faltaba.

Murió Iván Yákovlevich Fediajin. Con él viajamos en el mismo tren, en el mismo barco. Fuimos a parar a la misma mina, a la misma brigada. Era un filósofo, un campesino de Volokolamsk, el organizador del primer Koljós en Rusia. Y por haber organizado aquel primer koljós recibió su condena, una pena de cinco años de trabajos forzados. La última vez que lo vi fue en invierno junto al comedor. Le di seis talones de comida; los había ganado con las copias que hacía de noche en la oficina. Mi buena letra a veces me era de ayuda. Los talones se iban a echar a perder: llevaban el sello de la fecha. Fediajin recibió la comida de los talones. Estaba sentado a la mesa, y vertía de una escudilla a otra aquella agua sucia: la sopa era clara a más no poder, no flotaba en ella ni una gota de grasa… El engrudo de cemento de aquellos seis talones no llenaba ni una escudilla de medio litro… Fediajin, que no tenía cuchara, lamía con la lengua aquella sémola. Y lloraba.

Murió Derfel. Un comunista francés que había pasado incluso por las canteras de Cayena. Además del hambre y del frío, Derfel sufría moralmente: no se quería creer que él, un miembro de la Komintern, había ido a parar aquí, a un penal soviético. Y su horror habría sido menor si hubiera comprobado que no era el único en aquella situación. Pero todos los demás con quienes había llegado al lugar, con quienes vivía y con quienes se estaba muriendo eran iguales que él. Era un ser pequeño y débil; las palizas se estaban poniendo de moda… Un día el jefe de la brigada le dio un golpe, un simple puñetazo, sin más, para como quien dice mantener el orden, pero Derfel cayó al suelo y ya no se levantó. Murió de los primeros, fue de los más afortunados. En Moscú trabajaba en la TASS de redactor. Dominaba bien el ruso. - En Cayena se estaba mal también –me dijo en cierta ocasión-. Pero aquí se está muy mal.

Murió Fritz David. Un comunista holandés, un activista de la Komintern acusado de espionaje. Tenía un maravilloso pelo rizado, unos profundos ojos azules y la perfilada boca de un niño. Casi no sabía hablar en ruso. Me encontré con él en un barracón tan repleto de gente que no se podía dormir de pie. Estabamos el uno junto al otro. Fritz me sonrió y cerró los ojos. El espacio de debajo de las literas estaba atestado de hombres a más no poder; había que esperar para acomodarse, para ponerse en cuclillas y luego, tras apoyarse en alguna parte junto a las literas, a un poste o a otro cuerpo, echar un sueño. Yo esperaba con los ojos cerrados. De pronto a mi lado algo se derrumbó. Mi vecino Fritz David se había caído al suelo. El hombre se levantó avergonzado. - Me he dormido –dijo con cara de susto. Este Fritz fue el primero de nuestra etapa en recibir un paquete. Se lo había mandado su mujer de Moscú. En el paquete venía un traje de terciopelo, una camisa de dormir y una gran fotografía de una mujer hermosa. Vestido con aquel traje de terciopelo se sentaba de cuclillas a mi lado.
- Quiero comer – me dijo sonriendo y poniéndose rojo-. Quiero mucho comer. Tráigame algo para comer.
Fritz David se volvió loco y se lo llevaron a alguna parte. La camisa de dormir y la foto se las robaron la primera noche. Cuando tiempo después yo contaba aquello siempre me mostraba perplejo y me indignaba:
- ¿Quién y para qué necesitaría una foto ajena? Ni siquiera usted lo sabe todo –me dijo en cierta ocasión un agudo contertulio-. No es difícil adivinarlo. La foto la robarían los hampones para, como ellos lo llaman, montarse una “sesión”. Para sus sesiones de onanismo, mi ingenuo amigo…

Murió Seriozha Klivanski, compañero mío en el primer curso de la universidad, con quien nos encontramos al cabo de diez años en la celda de tránsito de la Butyrka. En la celda de tránsito todos andaban casi desnudos, se rociaban de agua y dormían en el suelo. Sólo un héroe podía soportar dormir en las literas. Y Kivanski se reía:
- Es el tormento del fuego.
Luego, en el norte, nos aplicarán el tormento de hielo. Fue una predicción exacta; pero no se trataba de los lloriqueos de un miedoso. En la mina Seriozha seguía alegre, comunicativo. Se entregaba con entusiasmo al dominio del argot del hampa y se alegraba como un niño pronunciando con la entonación adecuada las expresiones de los criminales. Le gustaba la poesía; en la cárcel a menudo recitaba versos de memoria. En el campo no recitaba. Compartía el último pedazo de pan, o mejor dicho, aún lo compartía… Esto quiere decir que no logró sobrevivir hasta el tiempo en que nadie tenía un último pedazo de nada, en que nadie compartía nada con nadie.”

Varlam Shalámov
Relatos de Kolymá

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

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Anonymous Anónimo said...

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12:57 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

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6:15 p. m.  

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