Negación y ceguera

martes, marzo 01, 2005

A medida que los muertos entran en las ciudades haciendo exaltación de su presencia advertimos en la muerte una turbación insoportable. Si el contable cegado por el sol no encuentra explicación para la muerte que aniquila su efímero reino terrenal Nora la percibe con miedo, pero ese miedo la lleva a imaginar con fascinación muertos cargados de hermosura. Sin embargo ni uno ni otro representan ya la moderna muerte. O mejor dicho, ambos habían olvidado el significado de la muerte en su concepción tradicional, esa a la que Pesnik “el poeta” se aferra. Su propia impresión dramática de la muerte era entonces nueva. Sin embargo debo reconocer que se han quedado atrás, superados por un sentimiento distinto más reciente: ahora la muerte desaparece, se vuelve objeto de tabú. El propio momento de la muerte nos resulta hurtado al ser descompuesto en etapas que impiden precisar cuándo se produce: al perder la consciencia, con el último latido del músculo cardiaco, al cesar toda actividad cerebral. Si en la Dormición Cristo toma en brazos el alma de la Virgen ahora solo alcanzamos a escuchar un pitido estridente surgido de una máquina que registra el encefalograma del moribundo. A su alrededor no hay ceremonia ni emoción sino un grupo de sujetos anónimos protegidos con guantes de látex y batas desechables. Se nos escamotea también el significado de los ritos funerarios: si bien algunas formalidades se mantienen, su aceptación se hace condicionada a su discreción. Los amigos, los niños y los conocidos en general son mantenidos al margen de las operaciones funerarias cuyo único destino es hacer desaparecer el cuerpo. Las manifestaciones externas desaparecen. Las condolencias a la familia resultan insoportables e incómodas para todos y se evita el luto. Ya no se lleva ropa oscura; no es conveniente un aspecto diferente al de cualquier otro día. El dramatismo del entierro de Courbet no inspira piedad sino repugnancia. El llanto o el lamento público es un signo de histerismo, un desequilibrio mental y la incineración se convierte en el instrumento perfecto de la muerte negada porque es el método más eficaz para hacer desaparecer el cuerpo: las cenizas se dispersan al aire, se arrojan al mar o se conservan en jarroncillos tan discretos que su destino parecer ser el extravío en la próxima mudanza. La moderna prohibición de la muerte la ha reducido a la condición de tabú del que debemos sustraernos; solo nos cabe cerrar los ojos. La muerte negada trae consigo la ceguera. Y esta convicción me lleva a asociarla con el tabú que subyace en el mito de la víctima de la más terrible de las fatalidades: Edipo, tras a matar a Layo, rey de Tebas, y casarse con Yocasta, unión de la que nacieron cuatro hijos, descubre a través de un adivino que la predicción del oráculo se ha cumplido; ha asesinado a su padre y su matrimonio con Yocasta, su madre, es una unión incestuosa. Yocasta, avergonzada, se ahorca. Edipo se perfora los ojos y, expulsado de Tebas, solo le queda errar como un mendigo del brazo de su hija Antígona, la única que le fue fiel. El drama de Edipo y lo inevitable del destino para él reservado - ¿no estamos todos predestinados hacia la muerte? – ha sido objeto de amplia atención, desde Esquilo a Cocteau. Pero no es esa la razón por la que asocio la muerte moderna con el mito clásico sino la idéntica reacción de Edipo ante su fatalidad y el hombre moderno ante la muerte: el primero se perfora los ojos y el segundo los cierra. Ciegos, pues, vagan ambos en busca de un asilo. Edipo, al menos, lo encontró en Colona, cerca de Atenas.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

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Anonymous Anónimo said...

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